El “no” a las bases extranjeras en Ecuador revela un recelo latinoamericano hacia EEUU que China por ahora no conoce

El más rotundo de los cuatro “noes” del referéndum del domingo se lo llevó el rechazo a la presencia de tropas extranjeras en bases nacionales, con un 60,58% de votos en contra por parte de 13,9 millones de ecuatorianos

Correa firma en el libro de visitas del Centro de Planificación Urbanística de Shanghai, durante su primera visita presidencial a China, en noviembre de 2007 / José Álvarez Díaz © para EFE

JOSÉ ÁLVAREZ DÍAZ | Ferrol

21 de noviembre de 2025

El pueblo de Ecuador ha sido tajante, tras el referéndum convocado por su presidente, Daniel Noboa, el pasado fin de semana, en su rechazo a la idea de volver a tener en el país bases militares extranjeras (es decir, en la práctica, de Estados Unidos), en lo que parece una nueva manifestación popular del recelo latente que persiste en muchos países de América Latina ante la presencia, percibida como intervencionista, de EEUU: un tipo de desconfianza y resistencia social más o menos manifiesta entre parte de la población, por razones históricas, que hasta ahora no ha encontrado China en su creciente presencia en la región.

El “no” fue contundente ante las cuatro preguntas presentadas por Noboa a la población ecuatoriana: más de un 60% de quienes respondieron a la consulta popular se opusieron a eliminar la prohibición actual de tener bases extranjeras (o compartidas con fuerzas foráneas) en el país, así como a convocar una nueva Asamblea Constituyente para sustituir la Constitución actual, de 2008 (fruto de la llamada Revolución Ciudadana que gobernó Ecuador entre 2007 y 2017), mientras más del 50% de los votos del pasado domingo se negaron también a la intención de Noboa de reducir el número de parlamentarios y a suprimir la financiación estatal a los partidos políticos. Pese a este frenazo a sus ambiciones reformistas de corte populista neoliberal, Noboa aceptó los resultados y prometió “seguir luchando” por lo que había presentado como medidas para combatir la inseguridad y el narcotráfico. 

Sin duda no se puede atribuir este resultado a un solo motivo, en un contexto regional actual en el que, más allá de la memoria –en no pocos casos relativamente reciente– de más de un siglo de intervencionismo estadounidense por todo el subconinente latinoamericano, se está viendo cómo el discurso populista anti-delincuencia y anti-narcotráfico está sirviendo para justificar tendencias autoritarias y de abuso de los Derechos Humanos, desde El Salvador de Nayib Bukele (donde se han documentado detenciones arbitrarias masivas, torturas, violaciones y desapariciones forzosas) hasta los propios EEUU de Donald Trump en su propio país, desde donde no deja de oscurecerse en las últimas semanas la sombra de una posible invasión militar de la vecina Venezuela.

Con todo, el más rotundo de los cuatro “noes” del referéndum del domingo se lo llevó el rechazo a la presencia de tropas extranjeras en bases nacionales, con un 60,58% de votos en contra por parte de 13,9 millones de ecuatorianos. Con ello se opusieron a la posibilidad de revocar el mandato de la Constitución actual, que ilegalizó la presencia militar extranjera en el país y forzó, en julio de 2009, la salida de todas las tropas de la «localización operativa avanzada» (FOL, en inglés) que EEUU mantenía desde 1999 en la base militar de Manta (provincia de Manabí, en la costa occidental). El gobierno encabezado por Rafael Correa se negó así a renovar el acuerdo de una década que había hecho posible el acceso estadounidense a las instalaciones portuarias, el aeropuerto y parte de esta base militar, gratuitamente, en principio para luchar contra el narcotráfico en Sudamérica, como refuerzo regional del llamado Plan Colombia, país vecino que aún no había alcanzado la paz con las guerrillas que controlaban parte de su territorio. En virtud de aquel acuerdo, hasta 2009 EEUU tenía el derecho de sobrevolar todo el cielo ecuatoriano como si sus aviones fueran propios del país, de transmitir comunicaciones sin interferencia de las autoridades de Quito, e inmunidad para su personal militar ante las leyes ecuatorianas, entre otros privilegios.

Las tropas estadounidenses siguen ahora, así, sin poder volver a instalarse por el momento en Ecuador, pese a contar con un presidente muy favorable a Washington en Carondelet. En otros países, sin embargo, EEUU sí tiene una presencia militar permanente, entre las decenas de bases compartidas y puestos de avanzada (como el que tuvo en Manta) en Honduras, El Salvador, Panamá, Colombia, Perú, Paraguay, por supuesto Puerto Rico (que es territorio estadounidense), Cuba (Guantánamo) y Aruba y Curazao (territorios holandeseses de ultramar), y cuenta desde abril de 2024 con la promesa de Argentina para la instalación de una base propia en Tierra del Fuego.

Esta presencia continuada en el tiempo, y el trauma de las dictaduras e intervenciones militares apoyadas por Washington en el último siglo, explican que la presencia de EEUU despierte una desconfianza que no ha encontrado hasta ahora China en su acercamiento, mucho más diplomático y sutil, pero creciente y profundamente eficaz, hacia los países de la región. Frente a la actitud histórica de dominio e imposición por la fuerza y la intimidación militar, económica o de cualquier medio necesario para defender sus intereses por parte del gigante norteamericano, Pekín al menos ha sabido mantener las formas y se ha presentado siempre como un colaborador que trata a todos sus socios de igual a igual (aunque quién no es consciente del peso mundial de China), que se presenta como un aliado que pretende formar relaciones en las que ambas partes ganen y en las que ambas respeten, también, la política interior particular de cada uno sin intromisiones, amenazas de uso de la fuerza ni lecciones paternalistas al estilo occidental. Si a eso se suma que casi siempre sus propuestas de inversión y colaboración vienen acompañadas de las inmejorables condiciones de financiación que permiten los grandes bancos estatales chinos, que no tienen competencia posible en todo el mundo, desde el punto de vista de un país con recursos limitados y escarmentado por la historia, la elección entre la bota americana y el guante de seda chino parece bastante fácil. 

Hace una década tuve la oportunidad de hablar de esto, durante una entrevista, con el propio presidente de Ecuador, Rafael Correa, en su segunda visita oficial al gigante asiático. Tras visitar con su comitiva los astilleros de Jiangnan, en la desembocadura del Yangtsé, en Shanghai, con los que Correa tanteó una posible inversión industrial conjunta en Ecuador (que no se materializó), aproveché para plantearle esta cuestión de la desconfianza hacia EEUU y la aparente falta de recelos de Latinoamérica ante la entonces incipiente influencia china, que además de esconder su propia tendencia a los abusos laborales, empezaba a acaparar bajo su influencia largas concesiones de control de infraestructuras clave como puertos, aeropuertos y autopistas en cada vez más países de la región. ¿No le preocupa, le dije al presidente, que en el afán de librarse de una influencia estadounidense que, en efecto, ha hecho daño históricamente a la sociedad de muchos países latinoamericanos, se estén echando ahora en brazos de otra potencia cuyos efectos podrían ser también comprometedores para la autonomía y el desarrollo en el futuro? A Correa no le preocupaban tanto las hipotéticas contrapartidas en un futuro potencial como el propio desarrollo necesario en el presente para construir ese futuro, y para eso era necesario que se diera el “cambio histórico” de aliarse con Pekín. “América Latina siempre miró hacia el norte”, me dijo, “y el que mire ahora a oriente, como bloque, es algo que suena sencillo, pero que jamás había pasado”. 

La retórica china es también mucho más amable y respetuosa que la de Washington. “El presidente Xi Jinping lo dijo: estamos en una relación entre iguales”, subrayó Correa. “Y yo pregunto: ¿cuándo ha tenido el presidente de EEUU una reunión con América Latina y el Caribe como bloque? ¿Cuándo ha ofrecido ayuda concreta?”. En efecto, Correa volvía en 2015 de participar en Pekín en la primera cumbre entre China y la Comunidad de Estados de Latinoamérica y el Caribe (CELAC), un grupo de trabajo cuya primera presidencia asumió precisamente Ecuador, y que en visión de su presidente iba “mucho más allá de lo comercial y de la financiación” por parte de China de proyectos de desarrollo en la región, porque “juntos podemos incidir realmente en un orden mundial muy injusto”. Esa era al menos su esperanza. Y es que “el cuello de botella de los países latinoamericanos, en el nivel de desarrollo, es la financiación”, aseguraba. “No necesitamos cooperación y que nos regalen la escuelita, los retretes para el hospital… no, eso lo podemos pagar: necesitamos financiación para proyectos cruciales, y esa financiación la puede otorgar China”, así como la “transferencia tecnológica” que permita el desarrollo de Latinoamérica hacia un futuro que, según vaticinaba hace una década, “será un mundo de bloques”. Y entre esos bloques Correa prefería estar aliado con una China que, a sus ojos, compartía su propia visión de unas relaciones comerciales con justicia social, donde “es la sociedad la que tiene que controlar al mercado, y no el mercado a la sociedad”.

Correa era entonces, en la misma estela de otros líderes de izquierda en la región (como Hugo Chávez en Venezuela, Lula y luego Dilma Rousseff en Brasil, los Kirchner en Argentina o Evo Morales en Bolivia), el gran abanderado de lo que llamaba el “socialismo del siglo XXI”. En otra ocasión anterior, hace 18 años, él mismo me lo había definido como “un socialismo que se aplica en función a la realidad de nuestros países”, sin dogmatismo universalista: un poco como, de nuevo, en su percepción, lo era el de China. “Un punto fundamental que lo tiene muy claro China y que me lo han repetido todos, Hu Jintao [su homólogo en 2007], el presidente de la Asamblea [Nacional Popular china, Wu Bangguo], los alcaldes… es que aplican un socialismo para China sin fundamentalismos de ninguna especie, y en función de la realidad de los chinos”, me dijo en noviembre de 2007, al culminar su primer viaje presidencial al país asiático. Aunque, en su visión, debía primar “la supremacía del trabajo humano sobre el capital”, en realidad desde el socialismo del siglo XXI “no creemos en el materialismo dialéctico, en la lucha de clases ni en el cambio violento: creemos que el cambio se puede dar de forma pacífica y por medio de instituciones democráticas”, ya que “cada país tiene que buscar sus propias soluciones” y “creemos que la revolución y el cambio se pueden dar por medio de votos, con las instituciones democráticas occidentales, como se está dando en Venezuela, Bolivia, Argentina, Ecuador, etc”, afirmó entonces. “En buena hora que haya un socialismo en China, otro en Venezuela, otro en Chile, otro en Cuba y otro en Ecuador, si somos realidades diferentes”.

Hoy puede que sean menos numerosos que entonces los líderes de la región que compartirían, quizás, aquella visión, pero prácticamente toda América Latina se ha adherido a la iniciativa política de bandera del gobierno de Xi Jinping para extender su influencia y su acceso a todo tipo de recursos por todo el mundo a través de la colaboración comercial internacional, de la mano de ingentes inversiones chinas en infraestructuras por todo el sur global: la llamada “nueva ruta de la seda” o “iniciativa de la Franja y la Ruta” (una traducción difícil de “一带一路”, literalmente, “un cinturón, un camino”, una imagen poética con la que una carretera común rodea el mundo entero como si fuera un cinturón). China apuesta formalmente por fomentar entre sus socios un “desarrollo de alta calidad”, pero sus esfuerzos en la región están concentrados en el transporte, la energía y la extracción de recursos naturales (minería, hidrocarburos, alimentos), y la presencia de sus empresas sobre el terreno suele venir acompañada de denuncias por parte de la sociedad civil sobre abusos laborales y, no pocas veces, de un importante impacto medioambiental. Tal vez no sea oro todo lo que reluce en esta relación, pero desde luego está lejos del intervencionismo por la fuerza de las armas y las agencias de espionaje a la manera en que EEUU ha ejercido su presión sobre América Latina, tanto en el pasado como ahora mismo con los asesinatos extrajudiciales de presuntos narcotraficantes por parte de Trump en el Caribe, su política de deportaciones sin garantías legales a El Salvador, y sus amenazas de actuación militar contra Colombia, México y, probablemente más en serio y a mayor escala, Venezuela

En un mundo, efectivamente, cada vez más “de bloques”, y entre la espada y la pared de ambas influencias, puede que políticamente Latinoamérica no esté ya tan inclinada hacia los buenos ojos con que sus dirigentes de izquierda miraban a China hace unos años, pero Pekín ahora tiene puesto un pie en la puerta del subcontinente, y por lo que se intuye en momentos reveladores como este reciente referéndum ecuatoriano, el rechazo a las presiones desde Washington sigue pesando mucho más, en la mente de muchos latinoamericanos, que cualquier temor que puedan imaginar por el momento ante la segunda potencia económica del mundo.

José Álvarez Díaz es periodista, especialista universitario en Información Internacional y Países del Sur y antiguo corresponsal de la Agencia EFE en Shanghai (China), donde abrió y encabezó la primera oficina de agencia informativa en español de la capital económica del gigante asiático entre 2004 y 2016.

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